EL SIETE LECHES
El sol ya había pasado
el mediodía. Habíamos almorzado. La arena de las dunas bajaba la temperatura
calurosa de un día normal en nuestro
barrio. El termómetro de nuestros pies descalzos nos indicaba que había llegado
la hora. Los silbidos de los labios infanto-juveniles llamaban a jugar el
partido de fulbito-arena.
La cosa era jugar sin
zapatillas. Todos sin zapatos ya que algunos no podían comprar, de manera que
para igualar se jugaba sin zapatos ni zapatillas. Era agradable el contacto con
la arena tibia de sol, como si alguien temparara la cancha. Solo que a veces
encontraba nuestra suela de carne con alguna espina o un pedazo de vidrio. Pero
era muy raro.
La calle que no era calle,
era como una protuberancia en una calle sin asfalto. Pura tierra. Seguramente
fue un proyecto de plazuela. Muy rara vez pasaba por ahí un carro, los camiones
de baranda de vez en cuando, llegaban vacios después del trabajo. Eran dos los
propietarios que vivían en el mismo barrio y cuando pasaban, lo hacían como
pidiendo disculpas por interrumpir. Era un barrio en la periferia de una ciudad
calurosa, sin agua potable, ni luz eléctrica (la era del lamparín).
En ese lado ancho de la
calle que no era calle, era el escenario de ardorosos paridos de fulbito
callejero, que tenia por arco dos piedras o algún adobe o ladrillo que había
quedado de alguna de las pocas construcciones que en esa época se hacían. No se
usaban camisetas. Todos los jugadores nos conocíamos. Los mejores eran los
capitanes que escogían luego de un sorteo. Era un honor pelotero el ser
escogido en primer lugar y se armaban los equipos. Los arqueros eran los que no
sabían jugar y los últimos en ser escogidos. Algunos que sobraban, se lamentaban
y se sentaban a un lado.
Las tribunas
generalmente llenas de adultos que no tenían otro entretenimiento veian el
partido con verdadero interés, sentados en adobes o ladrillos que podían
encontrar o por ultimo sentados en el suelo. De verdad lo disfrutaban. Y de
cierto os digo, que jugábamos muy bien en esa época.
De vez en cuando
,desafiábamos al barrio vecino e íbamos en mancha (con barra y todo).Ahí si
jugábamos a dinero. El que gana se lo lleva. Lo “casaba” (guardaba) la señora
de más autoridad del barrio vecino. Era un gran honor “casar” el dinero. Una
especie de Ley. El que gana, gana y ella definía cuando había discrepancias.
Claro que había discrepancias y se armaba unas broncas que ya no ya. Pero al
final terminaba en un pequeño refrigerio, generalmente de pan con huevo y
limonada. Los mayores tomaban cerveza como si hubieran jugado y la sed los
consumiera. Las señoras en el mercado del día domingo comentaban las
ocurrencias como si fuera una novela y continúa y continúa.
El local del sauna estaba
casi vacío. Le gustaba ir los lunes al mediodía, porque a veces él era el único
y sentía que el cuarto de sauna húmedo y el seco eran de él. Con sus sandalias
de color negro, cubierto solo con un trapo blanco amarrado a la cintura,
esperaba sudar copiosamente y relajar sus preocupaciones en esta tarde de
sauna.
Pero no estaba solo. Un hombre como de su adulta
edad, totalmente canoso, panza y bigote, serio y con cara de muy pocos amigos,
sudaba ya cuando el empezaba y no le importaba si entrara el que entrara. A él
también le daba lo mismo.
El humo del calor
desdibujaba su figura cuando aumentaba la temperatura. De pronto mirando al
suelo ve los pies del canoso y recuerda haberlos visto. Será o no será.
Empezó a recordar aquel
partido de joven-niño en el barrio vecino. Casi nunca fauleaba a ningún
jugador. Esa vez le dolió el codazo del cholito blanco que hasta ahora le duele
y la reacción que tuvo al meterle un puñete en la cara. Se armó la bronca y en
algún momento, los dos sin zapatos, patearon a la vez y como que se
entrelazaron los dedos de ambos en una feroz patada y ambos dedos centrales de
sus pies desnudos se levantaron hacia
atrás, se rompió la piel de los pies de ambos contrincantes , empezaron a
sangrar y pararon la pelea. Una señora que se dio cuenta de la sangre los
auxilió a los dos. Los llevó cerca del pozo de agua, les enderezó los dedos,
les aplicó una gasa que hizo de tela de araña, les puso una media de uno de sus
hijos y cada uno para su sitio. A él lo llevaron cargado a su barrio y encima
su mamá le metió su tanda, pero suave nomás .Ya tenía bastante con el dolor de
dedo.
El dedo le quedó
doblado a la derecha y al cholo blanco hacia la izquierda. Así le contaron los
del barrio vecino. Nunca fueron amigos. Las veces que se cruzaron siempre lo
hicieron con recelo.
Era un cholo blanco y
en su barrio le decían “el siete leches”. Todos eran cholos, menos él y su papá
también era cholo. El sabía que a él no le gustaba que le llamen así y varias
veces se había trompeado por ese motivo.
¿Será o no será?
En eso entra el
encargado a cambiar el eucalipto. Por favor salgan un momento. Entonces fue el
cholo blanco que preguntó : señor disculpe que le pregunte ¿qué le pasó en el
dedo del pie?. (También se había dado cuenta) Eso mismo le iba yo a preguntar
por su dedo. No me digas-dijo nomás- ¡Tu eres “el Cholo Antonio! “–asi con
fuerza- y tu eres: “El Siete… Leches!-la última palabra despacito- y se
abrazaron fuerte y recordaron y recordaron.
Q:.H:. Antonio Lopez y Reyes
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