viernes, 13 de mayo de 2016

El siete leches


EL SIETE LECHES
El sol ya había pasado el mediodía. Habíamos almorzado. La arena de las dunas bajaba la temperatura calurosa de un día normal en  nuestro barrio. El termómetro de nuestros pies descalzos nos indicaba que había llegado la hora. Los silbidos de los labios infanto-juveniles llamaban a jugar el partido de fulbito-arena.
La cosa era jugar sin zapatillas. Todos sin zapatos ya que algunos no podían comprar, de manera que para igualar se jugaba sin zapatos ni zapatillas. Era agradable el contacto con la arena tibia de sol, como si alguien temparara la cancha. Solo que a veces encontraba nuestra suela de carne con alguna espina o un pedazo de vidrio. Pero era muy raro.
La calle que no era calle, era como una protuberancia en una calle sin asfalto. Pura tierra. Seguramente fue un proyecto de plazuela. Muy rara vez pasaba por ahí un carro, los camiones de baranda de vez en cuando, llegaban vacios después del trabajo. Eran dos los propietarios que vivían en el mismo barrio y cuando pasaban, lo hacían como pidiendo disculpas por interrumpir. Era un barrio en la periferia de una ciudad calurosa, sin agua potable, ni luz eléctrica (la era del lamparín).
En ese lado ancho de la calle que no era calle, era el escenario de ardorosos paridos de fulbito callejero, que tenia por arco dos piedras o algún adobe o ladrillo que había quedado de alguna de las pocas construcciones que en esa época se hacían. No se usaban camisetas. Todos los jugadores nos conocíamos. Los mejores eran los capitanes que escogían luego de un sorteo. Era un honor pelotero el ser escogido en primer lugar y se armaban los equipos. Los arqueros eran los que no sabían jugar y los últimos en ser escogidos. Algunos que sobraban, se lamentaban y se sentaban a un lado.
Las tribunas generalmente llenas de adultos que no tenían otro entretenimiento veian el partido con verdadero interés, sentados en adobes o ladrillos que podían encontrar o por ultimo sentados en el suelo. De verdad lo disfrutaban. Y de cierto os digo, que jugábamos muy bien en esa época.
De vez en cuando ,desafiábamos al barrio vecino e íbamos en mancha (con barra y todo).Ahí si jugábamos a dinero. El que gana se lo lleva. Lo “casaba” (guardaba) la señora de más autoridad del barrio vecino. Era un gran honor “casar” el dinero. Una especie de Ley. El que gana, gana y ella definía cuando había discrepancias. Claro que había discrepancias y se armaba unas broncas que ya no ya. Pero al final terminaba en un pequeño refrigerio, generalmente de pan con huevo y limonada. Los mayores tomaban cerveza como si hubieran jugado y la sed los consumiera. Las señoras en el mercado del día domingo comentaban las ocurrencias como si fuera una novela y continúa y continúa.
El local del sauna estaba casi vacío. Le gustaba ir los lunes al mediodía, porque a veces él era el único y sentía que el cuarto de sauna húmedo y el seco eran de él. Con sus sandalias de color negro, cubierto solo con un trapo blanco amarrado a la cintura, esperaba sudar copiosamente y relajar sus preocupaciones en esta tarde de sauna.
Pero  no estaba solo. Un hombre como de su adulta edad, totalmente canoso, panza y bigote, serio y con cara de muy pocos amigos, sudaba ya cuando el empezaba y no le importaba si entrara el que entrara. A él también le daba lo mismo.
El humo del calor desdibujaba su figura cuando aumentaba la temperatura. De pronto mirando al suelo ve los pies del canoso y recuerda haberlos visto. Será o no será.
Empezó a recordar aquel partido de joven-niño en el barrio vecino. Casi nunca fauleaba a ningún jugador. Esa vez le dolió el codazo del cholito blanco que hasta ahora le duele y la reacción que tuvo al meterle un puñete en la cara. Se armó la bronca y en algún momento, los dos sin zapatos, patearon a la vez y como que se entrelazaron los dedos de ambos en una feroz patada y ambos dedos centrales de sus pies desnudos se levantaron  hacia atrás, se rompió la piel de los pies de ambos contrincantes , empezaron a sangrar y pararon la pelea. Una señora que se dio cuenta de la sangre los auxilió a los dos. Los llevó cerca del pozo de agua, les enderezó los dedos, les aplicó una gasa que hizo de tela de araña, les puso una media de uno de sus hijos y cada uno para su sitio. A él lo llevaron cargado a su barrio y encima su mamá le metió su tanda, pero suave nomás .Ya tenía bastante con el dolor de dedo.
El dedo le quedó doblado a la derecha y al cholo blanco hacia la izquierda. Así le contaron los del barrio vecino. Nunca fueron amigos. Las veces que se cruzaron siempre lo hicieron con recelo.
Era un cholo blanco y en su barrio le decían “el siete leches”. Todos eran cholos, menos él y su papá también era cholo. El sabía que a él no le gustaba que le llamen así y varias veces se había trompeado por ese motivo.
¿Será o no será?
En eso entra el encargado a cambiar el eucalipto. Por favor salgan un momento. Entonces fue el cholo blanco que preguntó : señor disculpe que le pregunte ¿qué le pasó en el dedo del pie?. (También se había dado cuenta) Eso mismo le iba yo a preguntar por su dedo. No me digas-dijo nomás- ¡Tu eres “el Cholo Antonio! “–asi con fuerza- y tu eres: “El Siete… Leches!-la última palabra despacito- y se abrazaron fuerte y recordaron y recordaron.
Q:.H:. Antonio Lopez y Reyes


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